"La era de los prodigios"

sábado, 3 de enero de 2015

El hombre de barro

Él, antes de ser superfluo, fue pañuelo. Antes de derramarse, la había secado sus lágrimas y había saboreado el mar que hallaba entre sus piernas. 
Buscaba su complicidad, pero hacía tiempo que aquel rostro de porcelana no buscaba su mirada, tampoco sus besos bañados en sal encontraban cobijo en su clavícula.

Con los labios resquebrajados y truenos de fondo, se convirtió en vapor y subió, subió, subió hasta donde parecía que el próximo paso era entablar una conversación cara a cara con el mismísimo Dios. 
Y más tarde se condensó. Y desde arriba observaba su moño despeinado, su flequillo recto, su nariz puntiaguda.
Se prometió a sí mismo derramarse en el momento preciso. Mojar cada partícula de ese cuerpo que hasta hacía poco tiempo era su droga más dura, convertirse en un baño de consuelo, de liberación y entramarse poco a poco en cada uno de sus poros. Ser su agua. Formar parte de ese 70%.
Supo entonces que de no tener puntería, estaría condenado a fluir de manera perpetua, estando sin estar, escapándose, escurriéndose entre sus propios dedos. Tendría que ser sin ser, estamparse sin más contra el duro acero, abrirse la cabeza.

Llegado el día del sprint final, agrupó sus moléculas y decidió saltar pero ya en el aire le entraron dudas, no tenía paracaídas, no había vuelta atrás, era el final.
Deseaba caer sobre su pelo, recorrerlo por completo, llegar hasta las puntas desde las raíces y regarla como a la planta más bonita del jodido Amazonas. Quería hacerla florecer, convertirla en primavera. Adentrarse en ella a través del ombligo y bañarla por dentro.
Quería ser esa lluvia torrencial de película y la calma después del huracán. 
Si no podía estar con ella, sería parte de ella. ¿Qué mejor manera de morir?


Pero cayó sobre la arena. Se convirtió en barro. 

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